el asesino de Esteban recogió la silla y apagó la luz de la portería para ganar tiempo en su huida

Once minutos, ni uno más ni uno menos, es lo que tarda Alfredo F. C. en bajar al portal y salir a la calle para no regresar. Lo hace alrededor de las 18 horas del martes, once minutos exactos después de que Esteban, el portero de la finca, suba los 19 escalones que conducen al primero C y su rastro se pierda. Y lo hace también deteniéndose en la portería para colocar la silla del propio Esteban y apagar la luz de su mostrador a fin de no levantar sospechas a las primeras de cambio. Para entonces, el portero del número 366 de la calle de Alcalá yace tendido en la casa de Alfredo, con una cuchillada mortal a la altura de la nuca. A partir de ahí, lo que viene es la crónica de una muerte anunciada por la familia y vecinos que se alargará hasta las 2.35 de la madrugada de ayer, casi día y medio de angustiosa espera.
El martes, como cada día entre semana, Esteban sale de la portería y acude con su hijo, que se llama como él, a recoger a su nieto. El trayecto es corto y al volver suben a la cuarta planta, donde vive el portero con su mujer y abuela de la criatura, a merendar todos juntos. Tras ello, el trabajador retoma una jornada a la que aún le quedan cerca de dos horas. «Nos acabábamos de despedir de él», comentaba ayer su propio hijo. Su familia es la primera en advertir la ausencia, ¿una mala caída?, ¿un despiste que le haya hecho desorientarse? Las dudas afloran y en las inmediaciones del bloque y los hospitales no hallan respuestas. A última hora, interponen una denuncia en la comisaría de Ciudad Lineal, sin saber aún los últimos pasos recorridos escaleras arriba.
A primera hora del miércoles, Esteban hijo llama al administrador de la finca para ver las cámaras de seguridad de la comunidad. Las imágenes son esclarecedoras: primero, se ve cómo al portero lo llama un vecino desde arriba, al que no se le ve la parte superior del cuerpo, y este sube el tramo de escaleras. A Esteban no se le vuelve a ver bajar, pero sí a Alfredo, solo once minutos después, con una bolsa negra de grandes dimensiones y parándose frente a la portería de la víctima. Antes de esfumarse, recoloca la silla y aprieta el interruptor de la luz de la garita para apagarla. La secuencia es remitida a la Policía Nacional de inmediato.
Los agentes se personan en el edificio a mediodía, pero no oyen ningún ruido en la casa. Pese a la desesperación de la familia, no pueden entrar sin una orden judicial, algo que no llegará hasta pasadas 12 horas. «Me dijeron que no había nada que garantizase que estuviera en esa vivienda, que a lo mejor podría haber entrado a otra», apuntaba su primogénito. Puerta a puerta, van llamando a todos los residentes; algunos están en casa, otros no, lo que alarga sobremanera la ‘búsqueda’. Todos los vecinos tenían claro en realidad dónde estaba el portero, malherido o muerto.
La autorización llega ya de madrugada y varias dotaciones de bomberos entran por la terraza. En el pasillo de entrada encuentran a Esteban tumbado boca abajo, ya fallecido y con una puñalada en la nuca. Por la posición parece que fue atacado por la espalda cuando se disponía a salir del domicilio. Desde entonces, el Grupo V de Homicidios trabaja en la localización de Alfredo, español de unos 60 años, 1,80 de estatura y más de 100 kilos de peso, calvo y con una barba blanca bastante tupida.
El sospechoso, que vivía solo en el piso desde la muerte de sus padres, joyeros de profesión, recibió en su día una suculenta herencia. Un dinero que habría dilapidado hasta el punto de no pagar los recibos de la luz ni la comunidad desde hacía meses. Era tal su desesperada situación que pedía dinero y comida a sus vecinos, y también les intentaba vender cualquier cosa de ‘valor’ que encontrara en casa. No trabajaba y se pasaba las horas muertas en un kebab cercano, donde cargaba el móvil y pedía las sobras de comida a los camareros en los últimos tiempos. «Siempre nos había pagado bien hasta hace un par de meses, que nos dijo que tenía problemas económicos», señalaban ayer en el establecimiento.
«Hace unas semanas vinieron dos matones a preguntarle a mi padre por él porque les debía dinero», recordaba Esteban hijo. Lo cierto es que Alfredo no transmitía buenas sensaciones entre el vecindario, solía ir en chanclas y su higiene corporal era más bien escasa. «Es un perdido», sostienen la mayoría de personas que lo conocen. Al acceder a la casa, los bomberos advirtieron del hedor y el desorden visible. Aunque no se le conocía pareja, algunas personas lo veían a menudo con una mujer mucho más joven que él, pelo rubio y liso, entrada en kilos y en torno al 1,60.
Alfredo se movía en moto, pero poco más se sabe de su vida. Algunos decían que era ludópata y él mismo llegó a afirmar a los paquistaníes del kebab que iba con gente que robaba. Esteban, por su parte, tenía 67 años y llevaba 38 de conserje en la finca. Y a diferencia de su presunto asesino, era pequeño de estatura y peso, lo que pudo dificultar cualquier tipo de defensa. «Que lo cojan, que pague por ello. Que la indefensión que hemos sentido estos días no la sintamos a la hora de que sea juzgado. Y si mi padre tenía un hilo de vida en ese momento, ¿qué?».